Muñeca de trapo

¿Dónde quedaron las miradas de enamorados, aquellas que se dedicaban día y noche, con la vista fija en las pupilas del otro, mientras la sonrisa de atontados se instalaba en sus labios? La pequeña muñeca de trapo se había ido desbaratando por las costuras y tenía tantos remiendos a causa de amores fracasados que sabía con certeza que, una vez más, aquella ausencia de miradas era irrevocable. No quedaba nada del amor que un día la unió al que ella creía que sería su amor definitivo, ya no quedaba nada. La frágil muñequita de trapo tenía otra rasgadura más en su corazón ya de por sí hecho jirones, en él sólo le quedaban las lágrimas furtivas que un día penetraron en su órgano vital, y en los labios sólo el carmín intacto que él nunca volvería a saborear junto a la sonrisa gastada y los “te quiero” costumbristas que algún día terminarían de desaparecer. Pobre muñeca, ella que siempre creyó en los príncipes azules de los cuentos, una vez más se veía obligada a aceptar que su príncipe desteñía. ¿Qué iba a hacer, cuando, por enésima vez, todos sus sueños se reducían a cenizas? Pobre muñeca de trapo que lo dejó todo para vagar por las calles de cualquier ciudad; la tuya, la mía, buscando a otro príncipe azul. Pobre muñeca, que después de todo seguía pensando que lo necesitaba para dar sentido a su vida. Y todo porque nunca le contaron que hasta el mejor de los príncipes azules se puede convertir en sapo y la más frágil de las princesas (o muñecas de trapo) puede vivir feliz y comer perdices sola.


Ey, ¡tú!, muñequita, hazme caso, no se necesita a ningún príncipe para vivir y las perdices tampoco son nada del otro mundo (por si me sueltas la excusa de que tú también querías comerlas acompañada de tu príncipe).

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